elling-teatro
«No intentes comprender la vida y será para ti como una fiesta». Toda una declaración de intenciones. Estas son las primeras palabras que escucha esta teatrera desde el patio de butacas del Teatro Galileo de Madrid cuando comienza Elling. En esta ocasión no existe una sola cuarta pared, sino cuatro. El público rodea completamente un escenario en el que Carmelo Gómez (Elling) y Javier Gutiérrez (Kjell Bjarne) están tan próximos, que ya sabemos que no se va a escapar ni un solo gesto, ni una gota de sudor, ni siquiera la baba que se descuelga de la boca de uno de los protagonistas.
Dos locos ingresados en un sanatorio psiquiátrico reciben el alta para trasladarse a vivir a un piso tutelado. Supongo que casi todos dudamos en ese instante de que vayan a ser capaces de defenderse solos. La vida fuera es dura, sólo los más fuertes sobreviven, y los que se quedaron atados de alguna manera al cordón umbilical lo tienen realmente difícil. O al menos eso es lo que nos han contado mil veces. Muy hábilmente, Ingvar Ambjornsen, el autor de esta novela adaptada previamente al teatro, y ahora versionada en castellano por David Serrano, nos guía con gran inteligencia para que uno piense que no lo conseguirán.
Pero claro, en este mundo loco, ¿quiénes son exactamente los inadaptados? ¿Sabrías señalarlos con el dedo? Recuerdo un montaje reciente que vi en el Garaje Lumière, Locas, de José Pascual Abellán, que reflexionaba acertadamente sobre una temática similar.

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Reconozco que fui a ver Elling atraída por el gancho de Carmelo Gómez, actor al que sigo e idolatro desde sus primeros papeles en cine. En ese montaje asoma una vis cómica que prácticamente nunca muestra en sus trabajos y a la que va dando rienda suelta a medida que avanzan las escenas. Todo un esfuerzo actoral, pues hay que tener presente que, y según apunta el propio Gómez, estos dos personajes se mueven en «el miedo, el factor fundamental de Elling».
Pero mi mayor sorpresa de esta propuesta ha sido Javier Gutiérrez. Borda su personaje, arranca carcajadas una tras otra e incluso algún aplauso espontáneo a mitad de la función. Lo vi por última vez en Woyzeck; me atrapó, pero ahora, en el giro copernicano que se marca con este papel, me ha conquistado. Pedazo de actor. También merecen su aplauso Chema Adeva (poeta Alfons y Frank Asli) y Rebeca Montero (Reidun y Enfermera Gunn), y la música en directo del piano de Mikhail Studyenov.
La mano de Andrés Lima en la dirección se deja notar desde el mismo momento en que los espectadores entran en la sala. Casualmente, también como en Urtain el público rodea completamente el escenario. A modo de cotilleo diré que esta disposición de las butacas me permitió en Elling contemplar el rostro divertido de otro grande de la escena, José María Pou, quien acabó aplaudiendo en pie a sus colegas.
Una vez más salgo del teatro con la tranquilidad de saber que esto es difícil para todos, que la vida nos pone mil pruebas a cada cual, y que, con grandes esperanzas de superarlas, en algún momento acabamos encontrando el atrevimiento para afrontarlas. Bendita locura.
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