los ojos pablo messiez teatro

los ojos pablo messiez teatro

Pues si en mi último post cantaba las bondades y el placer de abandonarme en la butaca sin más pretensión que dejarme llevar y disfrutar del espectáculo, hoy regreso a ese convencimiento de que el teatro, como el resto de las artes, cobra todo su sentido cuando conecta en lo más profundo con el ser.

No quiero ponerme en plan teatrera ‘jonda’ (siguiente paso a profunda), pero eso es lo que me ocurre cuando me acerco a la dramaturgia de Pablo Messiez, gurú de tuiteatreros.

Me perdí Muda, y ya lo siento. Pero una compatriota suya y amiga de ambos me animó fervientemente a ver Ahora. Todavía recuerdo las sensaciones que me transmitió. Cuando se encendieron las luces al final de la representación tenía un nudo en la garganta y los ojos húmedos.

Reconozco que hace unos días acudí al teatro Fernán Gómez de Madrid con las expectativas bien altas para ver Los ojos, la última del director argentino. Al principio el planteamiento de la historia que toma como inspiración la Marianela de Galdós me desconcertó un poco. Incluso cuando Fernanda Orazi, actriz fetiche de Messiez, entra en escena, tengo unos segundos en los que me digo: «Oh, oh, por ese lugar ya la vi transitar». Pero su personaje, o ella, o ambos, van evolucionando de tal modo, que se lo acaba comiendo todo ( y mira que sus partenaires están muy bien posicionados en escena).

los ojos pablo messiez teatro

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El texto de Pablo Messiez se encarga de ir soltando esa clase de certezas que te atraviesan, que conectan con algo que ya viviste o sentiste una o mil veces. Pero en esta ocasión su conexión con el humor sube algún peldaño más, tanto a veces, que se aproxima al negro. Y quieras que no, eso da algún que otro respiro.

La soledad, la fe, el sentido de pertenencia a un lugar, el amor, el desamor… desfilan sin compasión por los afilados ojos, por la mirada de Pablo Messiez a través de  Natalia (Fernanda Orazi), Nela (Marianela Pensado), Chabuca (Violeta Pérez) y Pablo (Óscar Velado).

Y es Orazi la que pone un colofón que te clava a la butaca. No sabes si reír o llorar con ella, pero te dejas atrapar. No te importa dejarte llevar hasta donde ella quiera porque, aunque lo temas, ya estuviste allí alguna vez el día que la ceguera te permitió ver.